Hagamos valer que este campus tiene que dedicarse para el estudio, para la libertad y para la convivencia
Desde la última campaña para la Rectoría de la Universidad de Antioquia, el tema fundamental, entre otros muchos, radicaba en la seguridad y en la convivencia dentro de nuestra Alma Máter. Recogía la expresión pública y explícita de toda la comunidad, su permanente preocupación, porque nuestros espacios, que debían ser dedicados a la docencia, a la investigación, a la extensión, a la cultura y al bienestar, se los tomaron universitarios y personas ajenas a la Institución, que los apropiaron y los dedicaron a intereses privados e ilícitos, contrarios a la misión que nos encomienda la sociedad.
La gran perversión de quienes han actuado de esta manera yace en que ese pacto tácito entre universitarios y sociedad, para destinar recursos públicos a la formación de miles de jóvenes con carencias económicas, para investigar las múltiples problemáticas que vive la sociedad, y para contribuir al desarrollo del país y a la superación de la pobreza y de la inequidad, fue puesto en jaque.
La comunidad académica ha vivido esa desazón, por tres hechos que configuran la problemática actual:
La violencia que ejecutan grupos de personas encapuchadas, armadas con lo que comúnmente se conoce como bombas papa, que son realmente explosivos artesanales, y que en los últimos años han mutilado partes del cuerpo de tres jóvenes estudiantes que se encontraban en su más bella edad. Igualmente, y para realizar sus actividades ilícitas, esas personas intimidan a profesores, a estudiantes, a empleados, a visitantes, y los obligan a desalojar sus lugares de estudio y de trabajo.
El segundo hecho se encuentra en la venta y en el consumo de estupefacientes en el área deportiva de la Ciudad Universitaria, espacio que fue tomado con propósitos lucrativos por quienes se han convertido en destructores de una comunidad joven y frágil ante este tipo de problemáticas. Nuestro país lamentablemente exporta y consume estas sustancias. Pero, además, hemos pasado de las llamadas drogas blandas, a las duras, lo que ha incrementado los tristes y deplorables episodios de sobredosis que se han vivido en la Universidad de Antioquia.
El tercer hecho de esta problemática lo constituye la apropiación de los espacios comunes equipados con sillas y con mesas, en perjuicio de los jóvenes que encuentran en ellos el único lugar para estudiar, porque en sus casas carecen de esos espacios. Durante todo el tiempo de mi administración se han realizado diversos programas de bienestar; lamentablemente, y como algunos estudiantes han reconocido, detrás de estas ventas se encuentran verdaderos “maquiladores” que explotan a los estudiantes, para vender informalmente sus mercancías a cambio de unos pocos pesos al día.
Todo esto llevó a que la comunidad universitaria y la sociedad que venía al campus sintieran con consternación que la Alma Máter de los antioqueños se estaba verdaderamente privatizando y perdiendo, y que los grandes logros que teníamos para mostrar, esto es, tener los derechos de matrícula más bajos en el país, ser líderes en investigación, aumentar la cobertura en la sede de Medellín y en las diferentes regiones del departamento, llegar a comunidades pobres para aportar desde nuestro conocimiento y desde nuestra experiencia, y fortalecer nuestros lazos con el sector público y privado, se vieran empañados.
El anterior panorama llevó a que mi administración, con el acompañamiento del Consejo Superior Universitario y del Consejo Académico, determinara la necesidad de establecer un mínimo control de ingreso a las instalaciones de la Universidad, control que pasaba inicialmente por adelantar una renovación total de los carnés expedidos por la Universidad, acción que buscaba contar con un documento moderno y más seguro que acreditara realmente la pertenencia a esta Universidad.
Sin embargo, una medida normal de recarnetización en cualquier institución, que además fue acogida masivamente por los universitarios, generó una reacción inusitada por parte de un sector mínimo que se oponía, y se sigue oponiendo, a cualquier control de ingreso al campus. Como lo han mencionado algunos, querían que la Universidad tuviera mallas, pero sólo para que impidieran el ingreso de la fuerza pública.
La autonomía universitaria, que es una autonomía académica, administrativa y financiera, ha querido ser defendida por algunos como extraterritorialidad. La universidad pública no sólo hace parte del Estado, sino que, además, pertenece a la sociedad, y esa relación entre Estado, sociedad y universidad se concreta en el deber de unos de aportar los recursos necesarios para su adecuado funcionamiento y re spetar la autonomía constitucional y legal que le es reconocida, y en el deber de la Universidad de ser transparente, de rendir cuentas y de cumplir con su objetivo misional.
Luego de los tristes episodios del pasado 15 de septiembre, en los que algunos acusaron a la administración de cerrar la Universidad para “el pueblo” con los controles de ingreso (aunque otros aplaudieron las medidas de control), las directivas universitarias determinaron suspender las actividades docentes. El lapso que ha transcurrido hasta el momento, vano e infructuoso para algunos, imperioso y preciso para otros, ha servido para aprender y para reconocer muchas cosas:
En primer lugar, que nos encontrábamos ante una problemática que toca fondo, frente a la cual era necesario realizar una pausa para determinar la mejor estrategia de salida, garantizando que los principios institucionales se mantengan incólumes, y que se sienten las bases para que el espacio público universitario vuelva a ser en su totalidad de los estamentos y de la sociedad, para el desarrollo de las actividades misionales.
En segundo lugar, ha permitido la expresión de miles de voces de solidaridad con la Universidad, todas las cuales celebran que las directivas universitarias estén adoptando decisiones que muchos veían lejanas por temor a las conocidas reacciones de ciertos sectores.
En tercer lugar, y tal vez lo más importante, nos ha permitido entender que este campus carece de sentido si no se utiliza para lo que fue establecido, y que sólo si estamos de acuerdo en unos mínimos de convivencia y estamos dispuestos a respetarlos, podremos mantener pujante esta Institución que vibra en el corazón de todos.
Todo lo anterior llevó a que el Consejo Académico y el Consejo Superior Universitario determinaran la realización de una consulta, como parte de un proceso de normalización de las actividades docentes. Este mecanismo de participación ha recibido críticas por preguntar cosas que pueden percibirse como obvias, pero, parafraseando a Jorge Orlando Melo, en una democracia, por defectuosa que sea, el derecho a hablar de los ciudadanos que no son escuchados y que no se sienten representados en otros espacios se hace efectivo por medio de una consulta.
Los directivos académicos somos conscientes de que la consulta por sí sola no resuelve los problemas que motivaron la suspensión. Sabemos que se intentará continuar con el expendio de drogas, y que es factible que se recurra al soborno, e inclusive a la violencia; sabemos que no se acabará fácilmente con negocios lucrativos y que además usufructúan la limitada condición económica de los estudiantes; sabemos que los que aún creen en la violencia como método para resolver cualquier diferencia llegarán a reclamar venganza y a difundir su odio contra los que consideran enemigos.
Frente a todos estos peligros, las directivas universitarias están implementado acciones concretas; pero, frente a la posibilidad de que un nuevo hecho de violencia lleve o prolongue la suspensión de las actividades universitarias indefinidamente, la única defensa que tenemos es que los 20.780 universitarios que al momento de finalizar estas líneas habían respondido la consulta, los que aún faltan por responderla, las instituciones públicas y privadas, y los ciudadanos de a pie, hagamos valer que este campus tiene que dedicarse para el estudio, para la libertad y para la convivencia.
Medellín, 1 de octubre de 2010
Alberto Uribe Correa
Rector